No le tembló el pulso.
Otras veces lo hubo hecho
por encargo pero eran víctimas de menor importancia, pobre gente, algún
sindicalista sin escrúpulos o políticos rurales a los que nadie echaría de
menos. Pero esta vez fue por placer, por el placer de hacer lo que a uno le
dictan sus entrañas. Esta vez su crudeza afectaría a lo más alto y los
informativos de medio mundo abrirían con la noticia.
Había dormido a pierna
suelta, se hubo levantado temprano, desayunó tranquilo, se puso su mejor traje
y, tras ajustarse la corbata, salió a la calle y se dirigió a su cita. A los
pocos pasos se detuvo y comprobó, palpando con su mano sobre la chaqueta, que
llevaba todo lo necesario para dar el golpe. Se puso las gafas de sol y con el
gesto serio siguió su camino. Al llegar, el policía de la puerta le dio los
buenos días. Él no respondió, sólo tenía una cosa en su cabeza y nada ni nadie
iba a impedir que la cumpliera. Sabía que una vez hubiera entrado en esa sala
ya no habría vuelta atrás. Seguro de sí mismo siguió hasta el final, el plan
transcurría según lo previsto. Tenía la oportunidad de terminar con el
Presidente de aquel gris gobierno con sus propias manos. Cuando llegó frente a
la mesa alguien le miró, pero él, sin haberse quitado las gafas de sol, ocultó
su mano bajo la chaqueta y rápidamente y en silencio cumplió su cometido.
Después dio media vuelta y salió de allí sin levantar sospecha y sin volverse a
mirar la urna en la que, con sed de justicia, había dejado caer su voto.
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